Margarita en 1925 y Montiel en 1928.
Dos señoritas de pueblo, ambas con virtudes de capital europea. La una demasiado guapa para vivir en el campo y la otra demasiado inteligente para ser cajera. Ambas demasiado mujeres para su país. La una demasiado liberal, la otra demasiado conservadora. Esta demasiado vestida, la otra demasiado desnuda. Una se acostaba con políticos de influencia y la otra con actores de renombre. Una aprendió a leer de mayor, la otra se hizo mayor de tanto leer.
La una fumaba puros mientras esperaba y la otra echaba puros a los que la esperaban. Una era miembro del Parlamento, otra parlamentó con miembros. Una los ponía derechos, la otra los quitaba. Ambas divas internacionales, una actuaba en guerras y la otra las armaba. Una se vestía de seda y la otra mona se queda.
Y lo que muchos no saben es que ambas se entendían. Quedaban algunas tardes a tomar el té, y algunas noches a fumar también. Compartían miedos y decisiones. Confesiones de cama y secretos de alcoba. La una era la tentación, la otra la disciplina. Y en alguna de esas noches jugaban a ser la una la otra, la otra la una. La una se disfrazaba con peluca rubia, vestido de señora y tocado a juego. La otra con flequillo liso, labios rojos y escote de vértigo. La una pronunciaba discursos políticos a un salón vacío, la otra cantaba cuplés con un cigarro encendido. Y ambas cómplices silenciosas, decidieron hacer un pacto de sangre: «Viviremos aquéllas aventuras que la otra no pueda ni imaginar, pero moriremos juntas para contárnoslo el día del juicio final».
Y así fue. Primero se fue una, y luego la otra, casi sin tiempo de prepararse el equipaje. La dama de hierro y la femme fatal tenían 80 años que contarse y algo de prisa por marchar.
PS: Atención. Miren, miren… esa botella que abren ahora, ni que decir tiene que no va a ser su última botella de Beefeater a medias.
Genial i .